Bruja por Julio Cortázar (cuento completo)

Autor: Julio Cortázar

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Deja caer las agujas sobre el regazo. La mecedora se mueve imperceptiblemente. Paula tiene una de esas extrañas impresiones que la acometen de tiempo en tiempo; la necesidad imperiosa de aprehender todo lo que sus sentidos puedan alcanzar en el instante. Trata de ordenar sus inmediatas intuiciones, identificarlas y hacerlas conocimiento: movimiento de la mecedora, dolor en el pie izquierdo, picazón en la raíz del cabello, gusto a canela, canto del canario flauta, luz violeta en la ventana, sombras moradas a ambos lados de la pieza, olor a viejo, a lana, a paquetes de cartas. Apenas ha concluido el análisis cuando la invade una violenta infelicidad, una opresión física como un bolo histérico que le sube a las fauces y le impulsa a correr, a marcharse, a cambiar de vida; cosas a las que una profunda inspiración, cerrar dos segundos los ojos y llamarse a sí misma estúpida bastan para anular fácilmente.

La juventud de Paula ha sido triste y silenciosa, como ocurre en los pueblos a toda muchacha que prefiera la lectura a los paseos por la plaza, desdeñe pretendientes regulares y se someta al espacio de una casa como suficiente dimensión de vida. Por eso, al apartar ahora los claros ojos del tejido —un pull-over gris simplísimo—, se acentúa en su rostro la sombría conformidad del que alcanza la paz a través de moderado razonamiento y no con el alegre desorden de una existencia total. Es una muchacha triste, buena, sola. Tiene veinticinco años, terrores nocturnos, algo de melancolía. Toca Schumann en el piano y a veces Mendelssohn; no canta nunca pero su madre, muerta ya, recordaba antaño haberla oído silbar quedamente cuando tenía quince años, por las tardes.

—Sea como sea —pronuncia Paula—, me gustaría tener aquí unos bombones.

Sonríe ante la fácil y ventajosa sustitución de anhelos; su horrible ansiedad de fuga se ha resumido en un modesto capricho. Pero deja de sonreír como si le arrancaran la risa de la boca: el recuerdo de la mosca se asocia a su deseo, le trae un inquieto temblor a las manos vacantes.

Paula tiene diez años. La lámpara del comedor siembra de rojos destellos su nuca y la corta melena. Por sobre ella —que los siente altísimos, lejanos, imposibles—, sus padres y el viejo tío discuten cuestiones incomprensibles. La negrita sirvienta ha puesto frente a Paula el inapelable plato de sopa. Es preciso comer, antes que la frente de la madre se pliegue con sorprendido disgusto, antes que el padre, a su izquierda, diga: «Paula», y deposite en esa simple nominación una velada suerte de amenazas.

Comer la sopa. No tomarla: comerla. Es espesa, de tibia sémola; ella odia la pasta blanquecina y húmeda. Piensa que si la casualidad trajera una mosca a precipitarse en la inmensa ciénaga amarilla del plato, le permitirían suprimirlo, la salvarían del abominable ritual. Una mosca que cayera en su plato. Nada más que una pequeña, mísera mosca opalina.

Intensamente tiene los ojos puestos en la sopa. Piensa en una mosca, la desea, la espera.

Y entonces la mosca surge en el exacto centro de la sémola. Viscosa y lamentable, arrastrándose unos milímetros antes de sucumbir quemada.

Se llevan el plato y Paula está a salvo. Pero ella jamás confesará la verdad; jamás dirá que no ha visto caer la mosca en la sémola. La ha visto aparecer, que es distinto.

Todavía estremecida por el recuerdo, Paula se pregunta la razón de no haber insistido, alcanzado la seguridad de lo que sospecha. Tiene miedo: ésa es la respuesta. Toda su vida ha tenido miedo. Nadie cree en las brujas, pero si descubren una la matan. Paula ha guardado en el vasto cofre de sus muchos silencios una íntima seguridad; algo le dice que ella puede. Ha dejado irse la infancia entre balbuceos y esperanzas; está viendo pasar su juventud como una tristísima diadema suspendida en el aire por manos vacilantes, deshojándose despacio. Su vida es así; tiene miedo, quisiera comer bombones. Los pull-overs y las mañanitas se amontonan en los armarios; también los manteles finamente diseñados con motivos de Puvis de Chavannes. No ha querido adaptarse al pueblo; Raúl, Atilio González, el pálido René, son testigos de antaño; la quisieron, la buscaron, ella les sonrió al rechazarlos. Los temía como a sí misma.

—Sea como sea, me gustaría tener aquí unos bombones.

Está sola en la casa. El viejo tío juega al billar en el Tokio. Empieza Paula a sentir la tentación, por primera vez intensa hasta darle náuseas. Por qué no, por qué no. Afirma preguntando, pregunta al afirmar. Es ya algo fatal, hay que hacerlo. Y como aquella vez, concentra su deseo en los ojos, proyecta la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en voluntad…

Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo. Finas láminas rosadas, reflejos tenues de papel de plata con listas azules y rojas; brillo de mentas, de nueces pulimentadas; oscura concreción del chocolate perfumado. Todo ello transparente, diáfano; el sol que alcanza el borde de la mesa percute en la creciente masa, la llena de translúcidas penetraciones; pero Paula fija todavía más la voluntad en su obra e irrumpe al fin la opacidad triunfante de la materia lograda. El sol es rechazado en cada pulida superficie, las palabras de las envolturas se afirman categóricas; y eso es una fina pirámide de bombones. Praline. Moka. Nougat. Rhum. Kummel. Maroc…

La iglesia es ancha, pegada a la tierra. Las mujeres retardan con charlas su vuelta de misa, apoyando en la sombra espesa de los árboles placeros el deseo de quedarse. Han visto asomar a Paula bellamente vestida de azul, y la contemplan insidiosas en su furtivo camino solitario. El misterio de esa nueva vida las altera, las enajena; apenas puede tolerarse que el misterio resista tanta prolija indagación. El viejo tío ha muerto; Paula vive sola en la casa. Nunca hubo fortuna en la familia; pero ese vestido azul…

Y el anillo; porque han visto el anillo centelleante que a veces, en los intervalos del cine local, se enciende con insolencia cuando Paula, mecánicamente, echa hacia atrás el ala vibrante de su pelo castaño.

Paula reza diariamente en la iglesia del pueblo. Reza por sí, por su horrendo crimen. Reza por haber matado un ser humano.

¿Era un ser humano? Sí lo era, sí lo era. Cómo pudo ella dejarse arrastrar por la tentación, invadir los territorios de lo anormal, desear una figurita animada que le recordara sus muñecas de infancia. El anillo, el vestido azul, todo estaba bien; no había pecado en desearlos. Pero concebir la muñeca viva, pensarla sin renuncia… Aquella medianoche, la figurita se sentó en el borde de la mesa sonriendo con timidez. Tenía pelo negro, pollera roja, corselete blanco; era su muñeca Nené, pero estaba viva. Parecía una niña, y con todo Paula presintió que una terrible madurez informaba ese cuerpo de veinte centímetros de alto. Una mujer, una mujer que su extravío acababa de crear.

Y entonces la mató. Le fue preciso borrar la obra que fatalmente sería descubierta y atraería sobre ella el nombre y el castigo de las brujas. Paula conocía su pueblo; no tuvo valor de huir. Casi nadie huye de los pueblos, y por eso los pueblos triunfan. De noche, cuando la figurita silenciosa y sonriente se durmió sobre un almohadón, Paula la llevó a la cocina, la puso en el horno de gas y abrió la llave.

Estaba enterrada en el patio del limonero. Por ella y por sí misma, la asesina rezaba, diariamente en la iglesia.

Es de tarde, llueve. Vivir es triste en una casa sola. Paula lee poco, apenas toca el piano. Quisiera algo, no sabe qué. Quisiera no tener miedo, evadirse. Piensa en Buenos Aires; acaso en Buenos Aires, donde no la conocen. Acaso en Buenos Aires. Pero su razón le dice que mientras se lleve a sí misma consigo el miedo ahogará su felicidad en todas partes. Quedarse, entonces, y ser pasablemente dichosa. Crearse una dicha hogareña, envolverse en el cumplimiento de mil pequeños deseos, de los caprichos minuciosamente destruidos en su infancia y su juventud. Ahora que ella puede, que lo puede todo. Dueña del mundo, si solamente se animara a…

Pero el miedo y la timidez le cierran la garganta. Bruja, bruja.

Para las brujas, el infierno.

Las mujeres no tienen toda la culpa. Si creen que Paula vende en secreto su cuerpo es porque el origen de tan insólito bienestar les es incomprensible. Está la cuestión de su casa de campo. Las ropas y el auto, la piscina, los perros finos y el abrigo de visón. Pero el amante no habita en el pueblo, eso es seguro; y Paula no se aleja casi nunca de su residencia. ¿Habrá hombres tan poco exigentes?

Ella cosecha las miradas, recoge comentarios por boca de pocos amigos de familia que acuden a veces, con lenguaje libre de preguntas, a beber una taza de té. Sonríe tristemente y dice que no le importa, que es feliz. Sus amigos, antiguos cortejantes convencidos del imposible, comprueban tanta felicidad en la mirada de Paula. Ahora hay como un brillo de fósforo en sus pupilas claras. Cuando vierte el té en las finas tazas su gesto tiene algo de triunfante, contenido por un carácter tímido que se rehuye a sí mismo la ostentación de lo logrado.

A solas, Paula recuerda su labor de demiurgo; la lenta, meticulosa realización de los deseos. El primer problema fue la casa; tener una casa en las afueras del pueblo, con la comodidad que su ocio reclamaba. Buscó el lugar, el ambiente; cerca del camino real, aunque no excesivamente cerca. Tierras altas, aguas sin sal. Creó dinero para adquirir el terreno y estuvo por confiarse a un arquitecto para que le construyera la residencia. Sin embargo la detenía el temor de manejar cuestiones financieras, acrecentar sospechas latentes en todo saludo, más precisamente en los muchos silencios desdeñosos. Una tarde, a solas en su tierra, pensó crear la casa pero tuvo miedo. La vigilaban, la seguían; en los pueblos una casa no brota de la nada. No debe brotar de la nada. Había que acudir al arquitecto, entonces; Paula dudaba, amedrentándose ante cada problema. Irse del pueblo hubiera concluido con todo; eso y ser valiente: los imposibles.

Entonces hizo algo grande: crear, no la casa, sino la construcción de la casa. Aplicándose noche y día, logró que la residencia fuera edificada sin despertar en nadie el temido azoramiento. Creó paso a paso la construcción de su finca, y aunque hubo días en que se preguntó qué harían los obreros al concluirla, tuvo al fin la satisfacción de ver que aquellos hombres se marchaban en silencio, contando su dinero. Entonces entró en su casa, que era verdaderamente hermosa, y se dedicó a amueblarla poco a poco.

Era divertido; tomaba una revista, en busca de un ambiente que la complaciera, elegía el lugar preciso y creaba cosa por cosa esas predilectas imágenes. Tuvo gobelinos; tuvo un tapiz de Teherán; tuvo un cuadro de Guido Reni; tuvo peces chinescos, perros pomerania, una cigüeña. Los pocos amigos que acudían a la casa eran recibidos en habitaciones prolijas, de discreto gusto burgués; Paula los esperaba cordialmente, los llevaba a pasear por la casa y los jardines, mostrándoles los crisantemos y las violetas; y como ella era la discreción misma, los visitantes bebían su té y se marchaban de la residencia sin descubrir nada nuevo.

Integró una biblioteca con volúmenes rosa, tuvo casi todos los discos de Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos; llegó un momento en que ya poco deseaba y su capricho sólo halló ejercicio en alguna golosina, un perfume nuevo, una sazón de pescado. Pero después Paula quiso tener un hombre que la amara, y aunque vaciló largo tiempo entre recibir en su lecho a cualquiera de sus fieles pretendientes o crear un ser que cumpliera en todo sus románticas visiones de antaño, comprendió que no había alternativas y que le era forzoso decidirse por lo último. Un amante del pueblo hubiera preguntado, inquirido hasta descubrir, más allá de la sonrisa, el poder de la bruja. Y entonces hubiera sido el terror, la persecución, la locura.

Creó su hombre. Su hombre la amó. Era bello, fino, se llamaba Esteban, jamás quería salir de la casa: así tenía que ser. Ya enteramente aislada de sus semejantes, Paula negó el té a los amigos y éstos presintieron la regencia de un macho en la casa. Tristes de corazón, se volvieron al pueblo.

Ella recuerda ahora su labor de demiurgo. Es casi de noche; Paula no está triste y sin embargo hay una mano fría que se apoya en su pecho, cubriéndole el hueco entre los senos con una firme opresión. «Estoy cansada», se dice. «He tenido que pensar tanto, que desear tanto…». Comprende, sin palabras, la tremenda fatiga de Dios. También ella necesita su séptimo día para ser enteramente feliz.

Esteban se reclina a su lado, mirándola con hondos ojos negros; le sonríe, un poco como un hijo.

—Paula —murmura.

Ella le acaricia el pelo sin hablar. Es difícil no sentirse maternal con ese muchacho demasiado sensible, desasido de todo lazo humano, íntegramente dado a la tarea de adorarla. Esteban no hace preguntas, parece estar siempre esperando su voz. Es mejor así.

Y de pronto, como una lejana llamada de cuernos, Paula tiene la débil pero distinta sensación de estar enferma, de que se va a morir, de que el séptimo día viene sin aplazo posible.

Cuando los dos médicos retornan al pueblo, es bien poco lo que tienen que decir. Lo mismo al siguiente día. En la tarde del tercero, el automóvil de los médicos rodea la plaza y se detiene ante la cochería principal.

Es entonces que los amigos de Paula deben luchar contra el desatado rencor de todo un pueblo cristiano. Las esposas, las hermanas, los profesores de moral lugareña; hay quienes aspiran a que Paula se corrompa en la soledad de su casa, libre y abandonada como su vida. Lo que se elige en este mundo ha de mantenerse en el otro. Y son pocos, apenas cinco hombres silenciosos, los que acuden por la noche a la residencia para velar el cadáver de la amiga.

Los empleados de la cochería y dos mujeres de la granja vecina han puesto a la muerta en el ataúd y montado la capilla ardiente. Los amigos encuentran, casi sin sorpresa, a Esteban. Lo ven por primera vez, estrechan su mano. Esteban parece no comprender; está sentado en un alto sillón de respaldo calado, a la derecha del cadáver. A intervalos se levanta, va hasta Paula y la besa en la boca; un beso fresco, fuerte, que los amigos contemplan con espanto. El beso de un joven guerrero a su diosa antes de la batalla. Después vuelve Esteban a su asiento y se inmoviliza, mirando por encima del ataúd hacia la pared.

Paula ha muerto al atardecer y es medianoche ya. Los amigos están solos, con ella y Esteban. Afuera hace frío y algunos piensan en el pueblo, en las botellas de agua caliente de los lechos, en los boletines de radio.

En semicírculo miran a Paula que yace sin esfuerzo, como por fin liberada de una carga superior a sus pequeños hombros que han conservado siempre algo de la forma niña. Las larguísimas pestañas vierten una mínima sombra sobre los pómulos grises. Los médicos han dicho que su muerte ha sido lenta pero sin lucha, como una madurez de fruto. Y por los cinco amigos pasa, alternativamente, el mismo tierno y manido pensamiento: «Parece dormida».

¿Por qué entra tanto frío en la habitación? Es repentino, por bocanadas crecientes. Tal vez un frío que nace de adentro, piensan los amigos; suele sentirse en los velatorios. Un poco de coñac… Y cuando uno de ellos mira a Esteban, rígido en su sillón, siente como un horror que repentinamente le crece y le invade el pelo, las manos, la lengua; a través del pecho de Esteban está viendo los calados del respaldo del sillón. Los otros siguen su mirada y lividecen. El frío sube, sube como una marea. Más allá de la puerta cerrada se yergue de pronto la masa espesa del monte de eucaliptos bañado de luna; y ellos comprenden que lo están viendo través de la puerta cerrada. Ahora son las paredes que ceden ante el paisaje del campo, la granja vecina, todo bajo una cruda luz de plenilunio; y Esteban es ya una burbuja de gelatina, bello y lamentable en su sillón que cede como él ante el avance de la nada. Del techo entra un chorro de luz plateada quitando nitidez a los resplandores de la capilla ardiente. Por la suela de los zapatos sienten ahora los cinco amigos filtrarse una humedad de tierra fresca, con césped y tréboles, y cuando se miran, incapaces de pronunciar la primera palabra de la revelación, están ya solos con Paula, con Paula y la capilla ardiente que se levanta desnuda en medio del campo, bajo la luna inevitable.

1943

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Vals de Dos Almas

El rocío de la mañana acaricia mis labios
Camino entre tundras de belleza fría y cruel
Días después de mil lunas desmoronadas

La lluvia se escucha gotear
Desde árboles ancianos
Entre la niebla de este bosque de libros
Como un escalofrío de tu voz
Llamándome en la distancia
Ahogada en un océano de hidras y acero
Donde no la puedo escuchar

Me desplazo entre la niebla grisácea
Taciturno
Buscando tu nombre en melodías quebradas
En el bello canto de los jilgueros del amanecer
Y los lobos me acompañan hambrientos
Cuando la nocturnidad se avecina

Recuerdo
Y pienso en tardes de acuarela
En que con mi dulce oboe encantado
Te despertaré del vacío infinito

Te encuentro, mi única y eterna amada
al fin del lago, al fin del verso

Dos almas dejando escapar suspiros
Al silencio del cosmos
Rodeados de una llama
Que baila con nosotros.

-Daniel Gómez

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Songe de deux âmes

Ses yeux et son corps m’ont semblé surgir d’un rêve
Une vision d’un monde onirique et lointain
Sous les doux rayons argentés de la pleine lune
Je dessine sa subtile silhouette
Avec mes mains sur sa taille
Avec nos mains entrelacées
Où les âmes s’unissent dans la lumière, l’amour fleurit une fois de plus

-Daniel Gómez

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Fragmento

Se escucha el vacío por la ventana de una segunda planta, y algunas luces vagas que vienen de las calles, tratan de adentrarse en la oscuridad del cuarto. Se ven los edificios como grandes y dulces monstruos de cemento, durmiendo sentados en la inmensidad de la noche…

-Daniel Gómez

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El Estanque de las Sirenas

Hace eones y eones, en un paraíso de bellezas ya olvidadas y extinguidas, bajo un cielo de estrellas congeladas e inmemoriales, adornadas por planetas ancianos y lunas ya hace tiempo desmoronadas. En épocas en que Babel aún se paseaba descalzo por una región encantada y llena de jardines colmados de efusivos aromas, y paisajes evocadores de ensoñaciones magníficas. Mientras los hombres aún hablando en una lengua primigenia, se deslumbran contemplando luciérnagas gigantes y fluorescentes subir hasta las superficie de las 7 lunas a juguetear con insectos galácticos, creando así halos profundos que en los vértices del tiempo y entre formaciones dimensionales que muchos hombres de ciencia actualmente ignoran, generaban fulgores y luces maravillosas que en ningún códice o documentación quedaron registradas.

En los resplandores de esos días Hisdezesx se paseaba por estanques imperiales, muchas centurias antes que los arios y los sumerios asomasen a la tierra, estanques llenos de sirenas. Mujeres bellísimas con rostros tan esplendorosos y divinos, muy jóvenes, de cuerpos esculturales, de miradas infinitamente penetrantes y seductoras, las cuales superaban a toda la belleza que existió antes de ellas y que existiría después de las mismas. Entre todas sobresalía Resduimyn, envidiada por todas las hijas de Eva y amada por Hisdezesx, que en su labor de escritor registraba textos en forma de gráficos, tallados en piedras de cavernas más allá de los antiguos bosques y el abundante musgo, procurando siempre perpetuar en alguna roca la imagen de ellos abrazados, como queriendo plasmarla en la eternidad.

Una noche Hisdezesx llevó a Resduimyn a una tundra cerca de un mar de color violeta donde aún ella mantenía introducida su mitad pez, a observar las 7 lunas. En especial una de ellas llamadas IOY. Y por alguna razón que superaba la comprensión de ella, abrazando a su amada bajo la lumbre de un tiempo desmemoriado, comenzó a recitarle un relato con tendencias a la oceanografía y a mundos oníricos.

Le comentó acerca de los cráteres de IOY, le contó que hace mucho tiempo esa gran luna, allá en las alturas, en la cúspide de la bóveda celeste, como si el cielo fuera una enorme catedral primitiva y las estrellas puntos y patrones arquitectónicos, aquella luna estaba rodeada de grandes corrientes de agua, y de unicornios, delfines, y dragones gigantes también formados de puro líquido, que a velocidades fugaces cruzaban o intentaban cruzar de un extremo del satélite a otro atravesando su centro. A veces lo lograban (Hablando de toda superficie cósmica de IOY) Y de los demás intentos sólo quedaron cráteres, huellas…

Quizás la historia no era cierta, pero la hacía soñar entre sus brazos e imaginar épocas incluso más antiguas de belleza más primigenia y pura… Sin pensarlo, como en un instante fugaz, su conciencia divagaba lejos y Resduimyn apenas sentía los labios de Hisdezesx en una realidad a la que casi se había vuelto ajena…

Luego, cuando el mundo caía en madrugada, sentía todo su cuerpo navegar entre su piel y sus escamas, como si cada uno de sus toques pudiera explotar en erotismo enorme cada fibra de su cuerpo, cada milímetro de su piel…

Y a veces hasta amanecía entre decenas de viejos soles, y el amor en su forma ágape, la pasión en su transfiguración más pura, los envolvía entre quimeras, que se hacían reales sólo en la esfera de su romance…

-Daniel Gómez

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El Cofre de Oro

Al fin habían llegado, El glorioso galeón ancló a la deriva, el capitán Drake se agitaba entre el musgo, iluminando con un candelabro de bronce; grutas oceánicas y vírgenes, saturadas de algas y humedad. Otros, entre ellos minotauros y algunas sirenas de tiempos en que los hijos de los hombres admiraban en gran manera la melena de Absalón, se acercaban junto a él…

Afuera el cielo estaba impregnado de un atmósfera morada y encantada, adentro del alma la incertidumbre pasillaba. El temor hacia lo anhelado pero en fondo deseado, el misterio de lo desconocido, aunque en largas noches bajo cánticos en proa y popa, soñado…

Drake vaciló un momento, la duda lo estremeció al ver el cofre con rostros de figuras humanas talladas en sus esquinas y su centro, al final de esa larga cueva, digno escenario de tal aventura. Otros piratas se acercaron con asombro, pero ninguno se atrevió a tocarlo. No entraban luces allí, pero el cofre estaba extrañamente iluminado. Las manos del capitán Drake se acercaban lentamente, y con ciertos temblores. Todas las fábulas ahora pasaban a velocidades altas por su mente…

Cuando se escuchó la voz arrugada y humilde de un anciano pirata preguntarle:

¿Crees que algunos cofres de oro están malditos? Así como algunos bienes que se pueden conseguir en la vida…

-Daniel Gómez

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Almas de Media Noche – PARTE 1 – París

Había recorrido todo París en sus sueños, aún se le escapaban ligeros fragmentos de su acento francés cuando articulaba ciertas frases, lentes negros porque sus ojos eran hipersensibles a la luz, piel delicadísima y blanca, labios finos como dibujados con el más ligero pincel del mundo y ese aire de feminista y moderna, tan típico en ella. Aquella noche sintió que un hermoso hombre rubio lamía todo su cuerpo, todo un modelo musculoso y desnudo de esos que parecen de ensueño. Aurore Van Der Pol estaba sumida en un éxtasis delicioso, en la efervescencia de evanescentes imágenes que volaban por todo el cuarto y su cabeza, pero al rato despertó, aún exhausta y asumió que todo había sido un sueño.

Al rato de volver de los brazos de Morfeo, bajo sus suaves manos hasta el centro de su pecho y tocó aquel crucifijo que había encontrado hacía ya 10 años en un inhóspito bosque de Francia. Era toda una joya, con una gema azul añil en el centro y algunos afilados contornos plateados. Luego se vestió con un jersey, una falda corta, y salió algo insomne a recorrer la noche. Los lugares que frecuentaba estaban llenos de bares sucios, de luces débiles, de rockeros y motociclistas, de música pesada, alcohol, drogas, y almas de media noche. Pero a pesar de, a Aurore no le llamaba la atención la música muy ruidosa porque pensaba que esos sonidos tan estridentes no eran suficiente sombríos para ella, y pensó que la gente solitaria debería conformarse con escuchar el silencio.

Muchos años de su vida vivió en la ciudad eterna (Roma), y otros tantos en Inglaterra, en ciertas vacaciones visitó a Helsinki (Finlandia) y a Oslo (Noruega), pero su país natal era su santo de devoción, París y el “Arco del Triunfo” eran su cuna. No creo que en sus 19 años hubiese sido feliz alguna vez, tampoco que hubiese sido triste, creo que simplemente sentía cierta indiferencia ante la vida. Hacía ya algún tiempo se había sentido agobiaba por la monomaníaca idea de convertirse en una novelista de historias fantásticas, pero como en algunas noches estrelladas no encontraba línea alguna que dividiera la realidad de la fantasía, entonces supuso que la mejor novela sería vivir su propia vida.

Las calles de la ciudad estaban llenas de nieve, se escuchaban vulgares y dispersas risotadas de prostitutas sobremaquilladas, tacones de aguja y botas, la torre Ifel parecía tocar el menguante de la luna y entre aquella urbe saturada de romances infinitos, Aurore caminaba vacilando, difuminando su silueta entre la niebla, como el personaje más excéntrico de un cuadro impresionista.

Era una oscura madrugada, Viernes 13 de Noviembre decía el “diarium” que guardaba Aurore en su pequeña cartera de Gucci. Indudablemente a esa hora decenas de ángeles y demonios deben pasearse por los techos y tejados de los altos edificios de Francia, pero eso no le importaba mucho a la joven Van Der Pol, que apenas buscaba un lugar secreto y apartado, las luces rojas de un bar que no conociera, un pase al delirio y la locura, una noche lejos del mundo de los mortales.

Pasaron 30 minutos más en el gran reloj de la ciudad, y al fin Aurore llegó a donde la calle pierde su nombre. Faltaban diez para las once, o quizás once para a las diez, cuando sus tacos la guiaron a la entrada de aquel bar.

Era un lugar no más sofisticado que los que solía visitar en sus constantes noches de insomnio. En la puerta apostado como un centinela eterno, estaba Jack “El Portero”. Un hombre viejo con acentuadas arrugas bajo los ojos, con un saco de segunda mano y una mirada que chillaba su enfermiza adicción al soborno. Era uno de esos hombres sin ningún atractivo, de esas personas que parecen tener un rostro repetido y cansón, una de esas caras que haz visto un millón de veces en otros cuerpos, por eso Aurore no reparó más de un segundo en él, y más bien siguió contemplando el inexplorado universo al cual había llegado.

-A pesar de… No es un lugar feo.- pensó Aurore, mientras accesaba por un pasillo lleno de sombras oblicuas. Parecía caminar abstraída por pensamientos volátiles, como si fuera magia lo que guiara sus pasos hacia dentro. Al ver el nombre del lugar, recordó que hacía ya algún tiempo había escuchado decir a una amiga que en ese club traficaban bebidas de alto costo y las vendían a precios de inframundo.

Al fin estaba dentro, y le pareció ver que un centenar de rostros negros volviéndose desde sus asientos para examinarla con malicia y de cuerpo completo. Entre ellos el de Bastian. Un joven alto, de buen parecido y rostro etéreo, tez clara, ojos oscuros, y cabello corto en forma de mohawk. Rebosado de cierta elegancia espontánea y divina, con un pendiente en cada oreja. Bastian era adicto al estudio del latín, coleccionista de objetos aleatorios, entre ellos tratados cosmólogicos, anillos episcopales, sotanas provenientes del Vaticano, crucifijos, símbolos y sellos medievales, telescopios, flautas celtas, libros de 1234, 1300, 1034, y todo un arsenal de objetos inimaginables. Había sido miembro de siete u ocho religiones, entre ellas una orden de esas que nadie sabe que existen, bueno… Casi nadie. Todo un prototipo del hombre actual y su vacío existencial, el cual se suele llenar con otra copa de “Dom Pérignon” y mucho hielo.

Ya estando a la distancia de algunos pasos, Bastian le dijo a Aurore:

– Cuando te vi pensé haber visto un ángel, pero cuando te volví a mirar me percaté de que no tenías alas. En la antigüedad y en muchos relatos mitológicos se pensaba que las mujeres tan hermosas como tú eran diosas, pero en el mundo moderno he descubierto que es cierto.

– En las civilizaciones antiguas se creía que los hombres como tú, eran grandes filósofos y poetas. En los bares del mundo moderno he descubierto, que solo son hábiles casanovas.Por cierto -dijo Aurore con voz inquietante- ¿Por qué eres tan romántico en pleno mundo moderno?

– No lo soy, los hombres románticos viven de la fantasía, por el contrario cuando converso contigo es la fantasía la que comienza a vivir en mí.

Una vez amé la vida, la brisa fresca de los atardeceres de enero, la luz plateada que en noches silenciosas se escapa del cosmos, el sonido de las olas a media noche, la arena blanca de la playa y los oscuros bosques infinitos por los que corren los salvajes lobos franceses. No sabía que eran cosas tan simples y ordinarias, hasta la noche en que amé tus ojos. Me refiero a esta noche Aurore. Este encuentro no ha sido casual, estaba escrito desde el principio de los tiempos, desde que la tierra era solo un eco melancólico. Cuando te vi entrar a este lugar, entonces comprendí la razón de mi existencia, ¿Qué hacía yo estos 22 años? Divagando por el mundo, fatigado de buscarte, sofocado en estas calles solitarias, exhausto de imaginarte. Si el amor existe, hoy lo resumo en tu dulce voz y en tu frágil cuerpo, en tu alma que siento como si estuviera hecha de diamantes, pues dicen que los diamantes son eternos como el fuego, el fuego que ardió cuando nuestras miradas se cruzaron.

No hicieron falta más palabras, Aurore y Bastian se amaron en ese instante, se besaron decenas de veces por toda la Avenida de los Campos Elíseos. La madrugada se hacía perfecta, encantada, hechizada por la atmósfera de un amor eterno, de un amor ad infinitum, de la magia secreta que oculta París detrás de sus muros. Y una pianista con una boina calada como la del Che, desde un bar cercano interpretaba una pieza de Gardel. Las luces de los taxis iluminaban viejos grafitis, la madrugada se hacía más fría y se sentía como si el espacio los transportara a una dimensión ultra-terrena. El Río Sena, Opera Lafayette, y cientos de calles aleatorias se inundaban con aquel amor inmenso. Por un instante se vieron unos cuantos perros que le labraban a la luna, y más allá, sobre un puentecito de camino, un hombre y una mujer se besaban y se tocaban desesperados, ¿Quién más sino ellos mismos?. La calle se había dado el lujo de dejarlos solos, sus labios sabían a Macallan, a La Krug Clos du Mesnil, a Champagne Cristal, a Louis XIII Black Pear.

Perdidos bajo la tierna luz de la luna, corretearon por los jardines más hermosos y espléndidos del mundo de los que respiran. La noche para ellos estaba hecha como de cristal, sus suspiros se escapaban a las estrellas, como ligeros fantasmas de humo dibujados entre la nieve. Por primera vez para Aurore el mundo era un lugar perfecto, se sentía como entre los brazos de un millón de ángeles, enredada a la noche, al hechizo del enamoramiento, al primer flechazo dorado que da en el centro del corazón el amor de tu vida. A un enamoramiento más profundo que la más secreta intimidad escondida bajo el alma. Por un instante pensó que el mundo era una pradera inmensa por la que podía correr libremente. Y confundió los ojos de aquel muchacho con la llama que desde la noche de los tiempos ha encendido la vida.

– ¿Cómo es el verdadero amor? Bastian – Se escuchó preguntar a Aurore, con tono dulce y apenas audible.

– El verdadero amor es transparente, limpio y puro, así como un halo de luz que atraviesa los confines de alma. Es la armonía entre dos notas de una guitarra que canta y llora. Es el espíritu que habita dentro del fuego, manteniendo así encendida la inextinguible llama de los sueños. Es sonreir mientras lloras, la conexión entre los hombres y los dioses, es la ola en la que nace un beso, aunque se escape como arena entre los dedos.

Entonces… -se preguntó Aurore- aún tendida sobre un lago congelado y semi-desnuda. ¿Que edad tendrá el mundo? ¿Cuantos millones y millones de veces habrá girado la tierra alrededor de toda la Vía Láctea? Son preguntas aéreas e irrelevantes, pensándolo bien… No me interesan mucho sus respectivas respuestas. Lo único que me interesaría es que este momento fuese eterno, que este instante jamás se agotara. Si esto es el amor y el amor es el símbolo por excelencia de la perpetuidad, yo tan solo deseo ser eterna, para que este momento nunca pase, para poder amar a Bastian eternamente.

Se besaron unas cuantas veces más y perdieron la noción del tiempo…

Luego sus siluetas se perdieron en la inmensidad de la noche…

Así como un soplo, se pierde en la oscuridad y la bruma.

– Daniel Gómez

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Hacia Epocas de Piratería

Desvelado una noche una lluviosa, bajo la débil y meditabunda luz de un candil colonial, escarbando en los párrafos de la teogonía de Hesíodo y en viejos libros alquímicos con sus páginas ya roídas por insectos galácticos… Provenientes de primitivos cometas y de una inseminación cósmica a la madre Gaia, que nada viene a este caso. Rodeado de mapas japoneses e indonesios, de bitácoras y travesías francesas de 1500 y tantos y de brújulas que guiaban tu alma a cualquier lugar lejos de las asquerosas costumbres y rutinas de todos los seres que no conocen la fantasía, ni la magia. Esa madrugada ya luego de fracasar por enésima vez en mi intento de compresión de un concepto antiquísimo y secreto, miré a través de la ventana de mi cuarto y grande fue mi asombro, al contemplar entre la neblina soñolienta y la gélida atmósfera a un inmenso galeón, un perfecto barco pirata, navegando un poco más allá del viejo faro que solía cuidar mi tío, en aquella extraña orilla llena de grutas, corales y caminos musgosos y vírgenes, donde vivimos algunos años de mi vida, los cuales el tiempo y el exceso de ron ya no me permiten recordar exactamente cuántos.

La noche estaba llena de vagas claridades, caracterizada por un silencio pacífico, casi sagrado, y humedad goteando lentamente en los bordes amaderados de las ventanas. Y en tanto yo seguía asombrado con ese extraño barco, algunas luciérnagas se paseaban por la bóveda celeste y por encima del mar, iluminando tenuemente la noche. En seguida pensé que simplemente estaba muy cansado y que estaba delirando, entonces para distraerme miré a mi derecha y ví que curiosamente comenzaban a crecer raíces de una pequeña planta, en un poquito de tierra acumulado a la orilla de un viejo casco de una armadura medieval que había conservado mi familia, generación tras generación y que por un despiste se me había quedado bajo agua, sol y sereno, a la orilla de la ventana.

Traté de no pensar más en el galeón, aparté todos los libros de mí por esa noche, el sonido y el olor de la lluvia me comenzaban a hacer sentir relajado, en comunión con mi propio interior, mis sentimientos se conciliaban… Cuando de repente, un esplendor magnífico con reverberaciones flamígeras cegó momentáneamente mi visión como un enorme relámpago que desbroza mil velas de naves a media noche, comencé a escuchar voces de hombres maduros que gritaban ¡¡¡A babor!!! ¡a estriborrrr! ¡¡¡Ayuda en proa!!! !Que vengan algunos desde popa!… Y sentí miedo, y frío en todo el cuerpo, y me desconcerté por algunos minutos. Pero todos esos sentimientos negativos fueron desvaneciéndose y siendo reemplazados por un sentimiento parecido al que venía a mí desde mi niñez, cuando llegaba a un lugar que me parecía familiar como desde antaño, un lugar al cual podía sentir que siempre pertenecí.

El viento soplaba en mi cara, me comenzaba a mojar con gotas de agua salada, miré entonces a la izquierda y la ventana de mi habitación se veía a lo lejos, con la lámpara colonial aún encendida dentro y por alguna razón que superaba mi comprensión ahora estaba a bordo del barco pirata, en una travesía fantástica, que me llevaría lejos de la vulgaridad e ignorancia de toda la gente de mi comarca, a los confines del mundo, y la idea me resultó agradable.

Vestía ahora también, un hermoso sombrero tricornio de ala ancha, botas de cuero elegantes aunque ya algo mojadas y desgastadas por un despiadado uso, algunos broches y cinturones, argollas de plata, camisa blanca de una época desmemoriada, anillos incontables, bisuterías, y un perfecto pañuelo negro, con un largo gabán y pantalón abombado completaban mi indumentaria. Todos mis malos recuerdos los colgué en antenas y en horcas de navíos del olvido, y esa noche conocí a toda mi tripulación. Pero confieso que al saludarme estos como –capitán- y al ya haber perdido de vista en la orilla el faro de mi tío, todo resultó aún más desconcertante, impresión que como la mayoría de cosas en el mundo, se curaría con un poco más de tiempo.

Muchas noches navegábamos por aguas lejanas y peligrosas, muchos años desembarcábamos en islas llenas de perlas y construidas de amatista, diamante, granate, con pórticos, zaguanes, palacios y templos esplendorosos, elaborados completamente en  esmeraldas, en rubíes y toda piedra preciosa que mente humana pueda imaginar. Lugares de tiempos remotos y prehistóricos, anteriores a los sumerios y los arios y a toda la vieja Mesopotamia. Archipiélagos llenos de estatuas heroicas modeladas en rubí, topacio, jaspe, crisólito y ónice. Semi-Paraísos terrenales, llenos de estanques y fuentes naturales, de piedras que nunca había visto en ninguno de los demás lugares del mundo, de sabiduría y papiros olvidados, encantados completamente por la magia del tiempo y la secreta conservación de lo incorruptible.

A veces bajo el calor de alguna fogata nocturna, escuchábamos historias de isleños y de viejos pescadores, que narraban vivencias de enfrentamientos con enormes y ancestrales monstruos marinos que el mundo civilizado desconoce, otras veces yo prefería pasar largo tiempo en la biblioteca del barco, leyendo relatos élficos y poemas de escritores no conocidos por la gran mayoría, de esos que nunca ganaron fama, ni una moneda de oro, sino el respeto en los corazones de quienes pudimos entender la grandeza de sus obras. En ocasiones fuimos a parar a islas inexploradas desde tiempos primigenios, y escapamos de salvajes y caníbales que ahora las dominaban, otras a remolinos generados por huecos en las profundidades del océano, causados por grandes cometas que cayeron hace centurias. Conocí también a exóticas princesas de belleza sin rival, y sus néctares, y sus vastos reinos llenos de fiestas y banquetes.

En el invierno de algunos años el mar llegó a tonarse demasiado quieto, como silenciando todos los antiguos secretos que guarda, toda la sabiduría que sepulta. Y me parecía un excelso libro azul y cerrado, que abriría sus historias y páginas, enigmas y tesoros, sólo para aquellos que fueran puros como él, sólo a quien encontrara digno. Sólo para alguno como yo, que aunque considerado bandolero y clandestino saqueador de barcos, lo amaba más a la tierra, y toda mi vida permanecí entre sus brazos.

Una noche muy clara, bajo primitivos rayos lunares de un perfecto plenilunio, mientras a la orilla del barco olía la dulce fragancia del mar en madrugada, sucedió algo distinto. Comencé a escuchar cantos muy melódicos que me hacían como mágicamente imaginar a hermosas mujeres jóvenes (Mujeres que superaban todos los niveles de hermosura que había concebido mi mente anteriormente) Recostadas de manera sensual, y enormemente atrayentes, en áreas rocallosas, en medio de alta mar. Sus misteriosos y armónicos cantos me atrapaban, me envolvían, como un profundo encantamiento, que me hacía vislumbrarlas a lo lejos con hermosas cinturas, senos perfectamente formados, melenas largas y coloridas, y mitad cuerpo de peces. Había leído de seres así en algunos relatos mitológicos, pero no estaba seguro en creer en nada similar hasta esa noche. Semi-dormido entre sus notas fui siendo arrastrado hasta su latitud, la dirección del viento no importaba, ni hacía falta para llegar un mapa, he leído que los lugares verdaderamente fantásticos nunca aparecen en ellos… De improviso, empecé a dejar de escuchar todas las voces y solo escuchaba una de ellas, se había vuelto una experiencia singular, individual, un encuentro intimo.

Su seducción me tomaba de la mano aún sin tocarme, otros piratas también estaban siendo arrastrados esa noche por otras como ella, la tripulación se iba por la borda, una niebla espesa, gris, y verdosa cubría la nave y todo el lugar… Su música tomaba los timones de mi mente, y voluptuosamente, me arrastraba a placeres infinitos y a mundos oníricos sumergido junto a ella. Me hablaba de Atlantis, de ciudades orientales perdidas en paisajes abismales y hondos, de mar y de tiempo. Me proponía navegar junto a ella eternamente, ser mi amada, que nada me faltase entre arrecifes de coral, besos, caricias, y mundos desconocidos e inexplorados por mí.

Sacudiendo mi cabeza de forma repentina, recordé que las sirenas arrastran a los jóvenes marinos y viejos lobos del mar, sólo para llevarlos a la oscuridad y a la muerte. Y yo sabía que ese no era mi destino, entonces continué con su juego…

No sé exactamente cuántas horas o minutos pasaron, perdí la noción del tiempo, y luego de nadar un poco y al momento en que casi me abrazaba eternamente a su regazo, algunas conflagraciones y reflexiones solares se iban abriendo paso, agrietando nubes grises y quizás concluyendo la madrugada… Entonces la sirena abrió sus brazos y al intento de abrazarla invisiblemente traspasé su cuerpo. Supo que no éramos una embarcación pirata común, quizás supuso que éramos una embarcación fantasma, su rostro aturdido y lleno de dudas aún, perdió un poco la hermosura en un gesto de asombro infinito y miedo, quizás sólo éramos alucinaciones oceánicas…

Mientras despertaba en mi cuarto, y retiraba mi cara aún soñolienta de entre los libros…

– Daniel Gómez

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Procesión de peces

Si tuvieras la llave para abrir mis secretos y exhumar mis sentimientos, y volver nuestro aire a la vida. Al fondo de la tarde, ya penetrando en la gélida noche, nuestras emociones e historias navegarían, como una procesión de peces re-apasionados rumbo al infinito.

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Metanoia

Bienvenidos a una tierra nueva, forjada bajo los rayos primitivos y santos de un perfecto plenilunio, donde a través de procesos alquímicos y para muchos aún extraños, muchos versos se desprendieron de su forma corpórea, para brotar en un amanecer de nuevas visiones internas.

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